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La muerte es el comienzo a la eternidad

By Valentino, Valentino

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Book Id: WPLBN0100302396
Format Type: PDF eBook:
File Size: 0.4 MB
Reproduction Date: 4/01/2020

Title: La muerte es el comienzo a la eternidad  
Author: Valentino, Valentino
Volume:
Language: Spanish
Subject: Fiction, Drama and Literature, Erotic short story
Collections: Authors Community, Erotic Fiction
Historic
Publication Date:
2020
Publisher: Valentino
Member Page: Valentino -

Citation

APA MLA Chicago

Valentino, B. V. (2020). La muerte es el comienzo a la eternidad. Retrieved from http://gutenberg.cc/


Description
El joven periodista Bergámo se enfrenta a la cruel visión de la muerte.

Summary
El joven periodista y editor Bergámo se enfrenta a la cruel visión de la muerte.

Excerpt
El pervertido del señor Pichai Cohen gozaba tranquilamente de un deleitable y aromático cigarro de tabaco copaneco; colgaba sus pies en el escritorio de su oficina, mientras yo redactaba las últimas noticias sobre la peste que abatía a Europa y Estados Unidos, la que, inmisericorde, se había cobrado al menos unos tres mil muertos en una sola y aciaga noche. Una tragedia, sin duda. Muchos, incluso yo, habíamos tenido al menos una perdida irreparable. Al señor Cohen aquello lo tenía sin cuidado. Su patrimonio se incrementaba. Por supuesto, el muy ávaro hijo de puta tenía que agradecerle por ello al embajador Akram, cuya alianza fraternal y diplomática, finalmente producía grandes frutos: como socios, se habían hecho de algunas imprentas en los otrora poderosos centros editoriales del centro de Lombardía y de algunos edificios comerciales en Madrid. Incluso, se compraron una fábrica agrícola que pertenecía a unos americanos que la explotaban en la bella provincia de Hubei, al sur de China, conocida por ser la tierra del arroz y el pescado. Estaba inaguantable con su estúpido “ni hao” que empleaba como su nueva muletilla lingüística. Un hombre trigueño y barbudo cruzó el pasillo de la oficina. Abrió la puerta y se sentó de frente a su escritorio en un absoluto silencio. Al parecer era un creyente musulmán, inferí, ya que podía ver el kufi de su cabeza sobresalir al ras del durmiente de la ventana. Enseguida habló unas cuantas palabras con el puto señor Cohen y este se levantó, dio dos pasos hacia las cortinas, me apuntó con su dedo siniestro y, haciendo una seña con la palma encombada, me llamó. Abandoné el escritorio y recorrí el espacio comunal del departamento de redacción. Cuando llegué, espumajeó: –Querido Bergámo –se sentó con la seguridad de un hombre consumado–, mi señor. Es necesario que escuché al enviado del embajador Akram. –Oh –exclamé sin ningún asombro–. ¿Diga? –le pregunté al invitado dejando a un lado las formalidades. Éste se levantó con bastante gravedad de la silla; se tocó la frente en un gesto de respeto. –Mi nombre es Abdel y vengo de parte del excelentísimo y prudente delegado diplomático Akram Buyja. –¿Qué es lo que necesita de mí? –volví a preguntar un poco molesto, pero, en el fondo, muy consciente de la situación. –Por favor, acompáñeme –me pidió–. Mi amo necesita escuchar más de su evangelio. Pronto deambulamos por el ahora desértico centro de la ciudad, bastante burdo y lleno de horribles edificios; nos dirigíamos por la acostumbrada calle que nos conduciría a la casa ubicada en los ricos suburbios de la flamante y corrupta burguesía reinante.

 
 



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